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Dora, una mujer inolvidable

Conocí a Dora cuando fui a su casa porque mi tío presentaba a la que iba a ser su esposa. Ella tenía 10 años pero lucía de 12. Lo que me atrajo fue su sonrisa: amplia y franca. Parecía más alemana que descendiente de italianos. Muy comunicativa, muy amistosa. Se levantaba antes de las 5 de la mañana para ayudar con los quehaceres rurales.


Pasaron los años y me enteré de que se casaba. No fui a la boda porque era un evento privado; los años pasaron, no fueron buenos para el matrimonio aunque nació un varón al cual adoraron. No se si debido a su economía o por problemas personales el matrimonio fue en decadencia. Ella se casó muy enamorada de su esposo, pero el carácter irascible de él convirtió en insoportable la convivencia.


Con el tiempo, Dora buscó un trabajo y siguió en el Sindicato del Molino. La salud de su esposo empeoró hasta que falleció. A su hijo le afectó mucho. Dora se repartía entre su casa y los negocios de sus sobrinos.


Siempre prefirió los colores marrones y blanco. Su sola presencia denotaba estilo y prestancia… Hubo un señor que todos los días se acercaba al sindicato: nadie sabía para qué, ya que era arrendatario y no tenía nada que ver con aquel lugar. Repetidas veces la invitó a tomar un café y ella no aceptó, ya que aborrecía las habladurías del pueblo.


Mi tía cumplió los 80 e hizo una fiesta grande, en la que había muchos invitados, entre ellos, Dora. Su entrada fue sencilla: vestía un pantalón de franela color canela, una blusa blanca de encaje y un chal del mismo color que el del pantalón. Su pelo estaba bellísimo y no llevaba maquillaje. Sin pintura, era una reina. Entre el bullicio de la gente, apareció el galán, que tendría unos 77 años. Era alto, vestía elegantemente y su porte era de una persona de ciudad.


Después de la cena comenzó la música y él le pidió el baile, ella accedió aunque no muy conforme. No dijeron ni una sola palabra, solo esperaron a que terminara la música para ir cada uno a su lado. La fiesta de los 80 de la tía fue todo un éxito: los invitados comentaban lo bien que lo pasaron. Dora siguió con sus tareas habituales y el señor, que se llamaba Juan, siguió yendo al sindicato.


En una reunión en la comuna, se encontraron y comenzaron a hablar. Dora se rió con esa risa franca como lo hacía en aquellos años. Todos conversaban y no se dieron cuenta de la tormenta que se desataba. Fue terrible: voladura de techos, árboles caídos, agua en exceso. Por suerte fueron solo dos horas, pero cuando Juan fue a su casa, la encontró destruida. Todo el pueblo colaboró en la reconstrucción; por supuesto, Dora estuvo presente, ante semejante destrozo.


El arreglo fue largo y penoso, porque cada cosa tenía su historia. Pasaron algunos meses y llegó el tiempo de la cosecha y todos estaban trabajando para llevar el maíz a los hilos. Dora seguía atendiendo todos los días los negocios de sus sobrinos, aunque ya se había jubilado, pero era para no quedarse sola en su casa, ya que su hijo había formado su familia.


Una tarde había salido del negocio cuando apareció Juan. La tomó tan de sorpresa que se puso colorada. Cuando la vio se sonrió. Hablaron de bueyes perdidos, de la familia, de sus amores… En fin, hablaron de todo y no se dieron cuenta de la hora. Ya eran más de las 12, no habían cenado y los negocios permanecían cerrados. Entonces Dora lo invitó a su casa a comer lo que encontraron en la heladera: papas hervidas, huevos duros, salchicha, lechuga y armó una ensalada grande. y se dispusieron a comer. Pasó el tiempo, ya era de mañana cuando se despidieron.


Ella amaba mucho a sus nietas, aunque tuviera cierto favoritismo por la mayor. Se bañó y fue a visitarla, antes de ir a su trabajo en la comuna. Pasaron los días, meses, años y su amistad perduró por siempre y con conversaciones tan extensas que no terminaban nunca. Una noche de otoño comenzó a llover muy fuerte y Dora permanecía en el sofá frente a la estufa a leña cuando sintió un golpe muy fuerte. En ese momento vio a Juan parado en su puerta sin saber qué hacer y corrió a ver qué le pasaba. Él la tomó del brazo y se besaron como si fuera la última vez. En ese beso quedó plasmado un amor tan intenso que lo dejó temblando. Dora necesitaba esa felicidad que tantos años el destino le había negado. Solo se miraron y se sentaron frente al fuego sin emitir una palabra.


Cada minuto que pasaba sin una caricia era un tiempo perdido. Para nadie fue una novedad, solo para ellos. Pensaron en casarse lo antes posible y así lo hicieron: ella tenía un vestido blanco al cuerpo con una corona de flores y él un traje azul. Los dos tenían una belleza espiritual tan arraigada, una templanza de tanto murmullo que se escuchaba cuando pasaban. Por ser dos personas mayores atraían todas las miradas. No se hizo ninguna fiesta, solo un brindis entre familiares y luego partieron de luna de miel.


Cuando llegaron al hotel la habitación estaba llena de pétalos de rosa, había dos copas y un champagne. las luces eran celestes: un sueño. Lo más hermoso que vivieron fueron los arrumacos, las caricias y el extasis de hacer el sexo. Fue su recuerdo inolvidable. Te conté una parte de Dora, quizás algún día te cuente la otra.





Blanca.


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