Reliquia
- Blanca Rosa Reynoso
- 26 dic 2020
- 2 Min. de lectura
Tengo 76 años y todavía recuerdo la pobreza y el hambre que padecimos cuando viví con mi abuela y mi tía Santa Fe, en un lugar que mi abuelo había construido, de adobe. Estaba tan bien hecha la casa que parecía de material. Es más, todavía existe, está intacta. Quedaba entre Oliveros y Timbúes, y le decían “La Bajada” porque la barranca tenía forma de pala. Por ahí nos deslizábamos para dar con la playa. También, alrededor teníamos una arrocera, que desembocaba en forma de cascada. Allí nos bañábamos hasta en el invierno porque el agua era caliente. Y vivíamos de la pesca. Pero últimamente no salía nada.
Mi tío consiguió trabajo en Rosario, en el ferrocarril, y decidimos mudarnos para permanecer la familia unida. Recuerdo que el día o la semana anterior a mudarnos no teníamos qué comer. Como no había harina, no comíamos pan, ese que la nonna hacía en una mesa en la que siempre quedaba guardado. Ahí, para nuestra sorpresa, encontramos un pedazo que ya estaba verde, enmohecido. Raspamos esa parte y lo comimos con mate cocido.
Cargamos lo poco que teníamos, incluso la mesa de la nonna, y salimos hacia la aventura (así la vivía porque tenía 4 años). El señor que iba manejando era un vecino que nos cobró por alcanzarnos. Yo estaba sentada a su lado, y al hacerlo, la nonna me dio algo envuelto y me dijo: “No lo sueltes, es un recuerdo”. Yo con escasa y en un viaje en movimiento, me quedé dormida.
Llegamos a casa y empezamos a bajar las cosas. Con mayor tranquilidad, la nonna me preguntó por lo que me había dado y yo no lo tenía. Las opciones no eran muchas: no se pudo haber caído porque yo llevaba un vestido. Para mi, al día de hoy, ese señor me lo quitó.
Volviendo a ese momento, cuando escuché lo que comentaba mi familia, casi me desmayo: era una bombilla de oro, recuerdo de mi abuelo fallecido. Nunca lo habían nombrado. En mis adentros, hasta ahora, me cabe la culpa de no haberlo cuidado.

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